
Indudablemente, la mejor manera de observar la singular fauna que puebla los bosques y valles de Asidea es asistir a la charla de las insisginas. Cuando llega la noche y el oscuro silencio lo llena todo, estas poco vistosas flores -simples capullos vellosos de tallo retorcido- tienen la costumbre de ponerse a conversar entre ellas. Nadie entiende su idioma, pero eso carece de importancia. Una le dice algo a otra con su pequeña voz de flor, y otra replica, y otra asiente, y así se van uniendo una tras otra a la conversación, hasta que todo el prado se convierte en un quedo murmullo que se eleva y llena el aire de hipnóticos sonidos, delicados aromas y vivos colores. Pero debido a su carácter extremadamente miedoso, este fantástico espectáculo no es algo fácil de presenciar: el más mínimo ruido, el más leve movimiento, la más insignificante sensación de que alguien o algo está cerca provoca que se enrollen sobre sí mismas y se aprieten hechas un ovillo contra el suelo, en absoluto silencio, y así se quedan al menos hasta la noche siguiente.
Por eso, quien quiera observar a los animales deberá sentarse en el prado de las insisginas a última hora del atardecer y permanecer inmóvil, callado y sin respirar demasiado fuerte. A partir de ese momento podrá ver, si gira la cabeza con cuidado, cómo al lugar van llegando el lobo jaspeado, la oveja salvaje con sus crías, el jabalí emplumado y ese ave parda de cuatro patas que los lugareños llaman
trikit, entre otros, y verá también cómo todos se van ubicando en algún sitio del prado y se quedan muy quietos, agazapados, depredadores y presas ignorándose unos a otros, porque esa noche nadie está allí para cazar ni para ser cazado. Todos han ido a escuchar a las flores.